“Aquí no pasa nada increíble. Sólo lo de siempre”. Aunque lo de siempre sea feroz. Aunque lo increíble sea la propia vida, con su dolor y su impotencia. Con su ignorancia y su esperanza. Nada nuevo, retiario, tú eso lo deberías saber.

A veces nos dejamos llevar, pese a nuestra irritación y nuestra resistencia, de una histeria sentimental; caemos en el paroxismo, en la exaltación extrema. Y nos enamoramos de alguien o de algo; de un poema, de un gesto, de una voz, de unos ojos aislados... mismamente de una escultura... de un olor que relacionamos con algo remoto... quizá sólo buscamos una querencia, aquel hueco de infancia en el que los recuerdos no son lo suficientemente nítidos.

Ya sabemos, gladiador, que ni siquiera es fiable nuestra propia memoria...

viernes, 17 de mayo de 2013

La ajorca




Javier Ruibal canta "La Flor de Estambul" versión de la Gnosienne nº 1 de Erik Satie.
Vídeo elaborado con fotografías antiguas y obras de Tanoux, Briullov, Bridgman, Matisse, Renoir, Richter, Hoffman, Costa, Chandler, Herrera, Leighton, Masriera, Sichel, Pla, Pilny, Gerome, Tanoux y Sedlacek.



                                           



 

LA AJORCA



Si oyes su primer tintineo aún estarás a tiempo. Abandona la guardia. O mejor: huye.
El último abalorio que abrocho a mi cuerpo es una ajorca de sesenta caracolas que rechinan con mis pasos. Guárdate de las risas de sus conchas de plata, que se alborozan al ceñirse a mi tobillo. Guárdate del cascabeleo de los primeros pasos. Acuérdate de Ulises y embota tus sentidos; defiéndete o engáñate... pero no quieras prestarte a cantos nefastos. En esa ajorca brama el mar y redoblan espumas de infortunio cada vez que mi talón, a golpe de ola, enfila hacia tus ojos.
Soborna a quien sepa cubrir tu retirada. Y ciñe el alfanje -por si acaso-.
A mí, bayadera descreída, no me hagas creer en Salomé. Que la cabeza que reclamo está fuera de mi alcance. Que mi tributo es audaz; y es tu cabeza.
Guárdate de los sesenta velos que me ocultan. Del tornasol irisado de mi sombra. Mira que no me despojo más que de siete. Mira que en los que me permanecen, aun tan livianos, te prometo la tiniebla.
Guárdate, por tu vida, de contemplar el punto donde ondea mi ombligo; pues oscila en él,  sinuosa, una cobra ciega, destilando sólo amargura. Guárdate del meandro dulce que se agita levemente al compás de las flautas. Guárdate del rocío que no calma sed alguna. Por la cintura se desliza, goteando incienso y esencia de lejanías. No otorga frescor, pues brota del sahumerio cobrizo que ni siquiera conoces; ese donde abrevan cada madrugada potros locos que ríen gemidos negros y llamaradas.
¿Ves alguno?
Ramonean, imprevisibles, prontos a desbridarse, bajo la última costilla que se retuerce y se estira, tal como el acordeón de las recurrencias.
¿Los ves?
Llegan a galope tendido desde la clavícula, huyendo del aliento feroz que agita la tenue gasa que desdibuja mi boca.
Mis labios ocultos, que sin embargo sonríen.
Guárdate. No digas que no te advierto.
Antes que te sepulte la madre tierra, que se enmascara entre mi carne. Antes de que Astarté te ciegue por capricho. Antes de que pronuncie su maldición o te ahogue, hecho aluvión, el cauce de mi piel, ya desbordado. Mira que es fuerte el oleaje que viene y va, arañando abismos, destrozando roca y sílice.
Guárdate de las caricias profundas de las pupilas de indeleble tinta que te buscan, te cercan y te envuelven. Del manso destello que te asedia sobre el velo. Pronuncian melodías mudas que adormecen por contumaz fascinación.
Se mecen las caderas. Y mecen al niño que fuiste.
En los recodos de ese vaivén se entibian salmodias de olvido. Ofertan nimbos púrpuras con olor a madre. Se cimbrean rotundos e incitantes, como dunas con vida propia, tenaces en su designio, con determinación voraz. Ocultan al portentoso vientre, sumiso, dulce y secreto. El amoroso cáliz que nada sabe de su poder.
Del vientre flexible e incendiario que se entrega, sin treguas ni calma, baile a baile. Sin ninguna voluntad. Ahí, en su sima, duerme con agitado sueño una manada de delfines salados y escurridizos. Si miras ese centro, verás cómo late una porción de piel, húmeda y dorada, y sentirás cómo se inflaman desigualmente sus lomos de terso acero.
Adivina cómo se hinchan y se deshinchan, ávidos y suplicantes. Mientras el aire se ondula y la arena se ondula, y se ondula tu paladar, tu dicha, el mundo y los planetas. Mientras el vientre, ajeno a todo, traza en el espacio sus cifras ignotas y expande sus esporas de misterio.
No me reproches que no te lo confieso.
Ahora, que estoy a punto de abrocharme esa ajorca de plata donde palpita un océano.
No debiera advertirte, y te advierto.
Antes de que te sientas varado, antes de que te rindan tragantadas de agonía salobre, pues te profetizo, otra vez, la inmensidad. Con sus algas rojas y sus criaturas de silencio. Con miradas abisales de monstruos sin culpa. Con anémonas de afelpados tentáculos y medusas que inflaman los recuerdos.
Tengo una ajorca en la que se arraciman caracolas. Ésa que no debes oir. Porque la cabeza de mi premio es tu cabeza.
Guárdate del balanceo que traza mi pelvis. Ese esqueleto de un antiguo coral, blanco y duro, trepidando bajo el cinturón de monedas que braman su vértigo. Cuídate, que las palmas y el mismar ya nublan la puerta por donde debes huir. Que, como el chacal del desierto, mis fauces comienzan a ensalivar tu esperanza. Que aprendí del sacre cruel y así vuelo; y este círculo fatal se estrecha más y más. Cuídate del timbal que cada vez golpea más hondo. Hasta el más curtido tuareg desconfía del torbellino que estalla de improviso en el desierto. Cuídate, que la nube azul de tu aliento la engulle mi médula girando. Que ese aire lo agosta todo, que lo devora todo; cuídate. Abre tu palma y rodea ese alfanje, que ya es sabio surcando tiernas vísceras y es capaz de detener latidos. Siempre fue arrogante ese rubí que destella triunfo... no cedas, imprudente, a su soberbia.
Que el premio de mi destreza no es otro que tus pensamientos. Cuídate, que todo es lesivo.
El pelo que azota mi espalda, con la furia eléctrica de la anguila de mirada impasible. Las puntas de mis dedos, que anudan invisibles razones en el aire. Y mis hombros que rotan, expandiendo guarismos hasta hundirse por la frontera incierta de tus pestañas. Mis brazos que se crecen y se repliegan, como el pudor intermitente que vela, ineficaz, a la inocencia.
Escapa del halo sensual de esta tristeza. ¿No adviertes que soy la dueña del presente fugaz, de la verdad absoluta de un instante?
 Cuídate de la majestad de esta Gorgona avara, que exhibe su paroxismo, presa de la danza. Estremécete, porque no es esclava: esclaviza. Huye aún si estás a tiempo y desdeña a quien te llame cobarde; -¿qué sabrá él?-.
Pronto, muy pronto cesará el derbake. En el ínltimo trance exhalaré el grito final, y como la parturienta, quedaré tendida, irreal y exhausta. Cerca de tus manos inertes, de tus párpados absortos, de tu entrega inmóvil, de tu lengua quieta.
Poco a poco, acompasándose, el hálito de mi garganta empañará el mármol, poco a poco mi jadeo se irá apaciguando y cuando alce mis ojos... entonces... esa voz más poderosa hablará. Me alzará solícita del suelo, pronta a otorgarme su gracia.
Y yo... pediré tu cabeza.
(Nuestras cabezas).









Baila Kayra. No baila, la mueve la música. Ella sonríe y evoluciona con una distinción y elegancia difícilmente superables en el dificilísimo arte del baile oriental. Gran maestra de quien obtuve el privilegio del primer aproximamiento a esta extraordinaria forma de expresión.
Y si has lamentado que el video terminase...

http://www.kayra-danza-oriental.com/galeria/galeria-videos





sábado, 11 de mayo de 2013

Yo quiero ser un Houyhnhnm...


La sociedad de los Houyhnhnms

  En Los Viajes de Gulliver se hace un recorrido por distintas posibilidades de sociedad. Dentro de ellas, el país de los Houyhnhnms representa el orden más elevado, y no ya porque tengan la ciencia más desarrollada, sino porque desconocen cualquier defecto que provenga de los vicios, siendo en todos sus aspectos un dechado de virtud. De cierta manera, se trata -aunque los Houyhnhnms sean caballos- de la utopía axiológica y moral de Jonathan Swift. Pero, además de una utopía, el país de los Houyhnhnms es la sátira más mordaz que pudo escribir el autor, toda vez que en él tiene lugar una inversión de los órdenes tradicionales de la naturaleza: los animales inferiores -en este caso los caballos-, pasan a ser la clase dominante, mientras que el hombre -llamado despectivamente yahoo-, es reducido a un clan salvaje y sucio, con mínimas señales de entendimiento. 

    Es así que, como no ocurre en ningún otro sitio de los países que visita, Gulliver quedará prendado, poco a poco, de los Houyhnhnms, hasta llegar a ese punto definitivo, al cierre de su relato, en el que declara abiertamente la ignominia que siente al llamase a sí mismo humano. Su vida junto a estos sofisticados caballos le revela todos sus deseos para la humanidad: respeto, justicia, prudencia, destreza; no hay en su vida lugar para los más corrientes vicios que conoció en Europa: la corrupción, la hipocresía, la mentira, o la traición. 

   Considerado por los Houyhnhnms como un yahoo, apenas diferenciable por su manejo de lenguaje y algunos matices de razón, Gulliver enfrenta una situación trágica: conocer de primera mano los más exaltados valores a los que podría aspirar cualquier hombre, pero estar condenado, por su propia naturaleza, a no poder alcanzarlos. Le costará mucho comprender la simplicidad del comportamiento de los Houyhnhnms, que por su misma perfección rebasa cualquier entendimiento: entre ellos no hay palabra para designar mentira, o injusticia, tampoco experiencias de guerra o castigo; todos actúan bajo normas sencillas de sentido común que jamás se han cuestionado. 

  El discurso de Gulliver frente a su protector en el país de los Houyhnhnms, le muestra a este último conductas insospechadas, difíciles de comprender, después de las cuales sentenciará: “tal vez la razón a la que puedan apelar los hombres sirve únicamente para acrecentar más sus vicios y brutalidad”. Swift quiere mostrarnos cómo, en contraste con el reino de los Houyhnhnms, para quienes la razón funciona a guisa de virtud, en nuestro mundo, sólo sirve para proveernos de más y peores dificultades. Así, nos lo cuenta Gulliver:
  “…nos consideraba como una especie de animales a quienes, por algún accidente que no conseguía conjeturar, había sido concedida una minúscula parte de razón, inútil para nosotros, salvo en el sentido de agravar con su ayuda nuestras corrupciones y adquirir otras nuevas que la naturaleza no nos había dado; que nos privábamos nosotros mismos de las pocas capacidades que poseíamos, habiendo sido muy diestros en multiplicar nuestras naturales faltas y pareciendo pasar todas nuestras vidas en vanos esfuerzos por substituirlas por las inventadas por nosotros” (Págs. 165-166) 

  Como puede seguirse de lo anterior, el debate principal en este viaje de Gulliver, se centra en la razón, y en su contraste con esa animalidad que parece ser su otra cara. Ver a sus congéneres, o sea, a los yahoos esclavizados en el país de los Houyhnhnms, pero saber su condición como un destino merecido, será tanto como sentirse él mismo presa de su naturaleza, en la que razón y salvajismo luchan fuertemente sin conseguir superarse o, en el mejor de los casos, logrando un sincretismo vergonzoso. La crítica puntual es la siguiente: la razón no debe convertirse en un punto problemático, ni en una experiencia relativa; como sucede con los Houyhnhnms, debe tratarse de una cuestión “que impresiona por su convicción inmediata”, por la fuerza de su argumento. No cabe aquí espacio para la opinión, para las interpretaciones encontradas, o las divergencias; la razón es una universalidad totalizadora, una lucidez que termina con cualquier zona oscura o controversial, y de la que sólo puede devenir un comportamiento virtuoso. De este modo, ninguna biblioteca europea, ningún tratado exhaustivo sobre la filosofía, ninguna retórica, será capaz nunca de alcanzar la contundencia de la razón, al modo en que la percibe Gulliver en los Houyhnhnms: su organización social, clara y perfectamente adaptada; su justicia, que responde a elementales criterios de igualdad y co-responsabilidad; su división por jerarquías que nada tienen que ver con derechos divinos, sino con una base elemental de aptitudes; su sencillez a la hora del trato entre sí, que no permite faltas de nobleza o envidias. Cada aspecto converge para la declaración final de Gulliver: “La naturaleza se satisface con poco, y la necesidad es la madre de la invención”. 

    Los Viajes de Gulliver es una de las sátiras más pesimistas jamás escrita en literatura. Swift la proveyó de los dos elementos que convierten una novela en obra maestra: una historia memorable, y la capacidad de criticar sin miramientos los problemas de la época.
Por Alejandro Jiménez-








    Los Houyhnhnms llevan una vida organizada, apacible. Al no conocer la mentira ni el engaño, la relación entre ellos es más honesta y beneficiosa. “Entre ellos no hay gobierno, ni guerras, ni leyes, ni crímenes, ni mentiras, ni castigos”. No se apegan a lo material, no llegan a involucrarse emocionalmente con sus parientes y amigos como lo hacen los humanos, por lo que la muerte de uno de ellos es algo que asumen naturalmente, no conlleva grandes penas.







jueves, 9 de mayo de 2013

El cinturón de Hipólita






Un frío descaro, una atípica desvergüenza y un respeto atroz.
Reverencias con las pupilas, los párpados y esa porción de piel que conecta el dolor del alma y el dolor epidérmico.





Von Stuck. Amazona herida











Qué mal… ¡pero qué mal, amiga, nos contaron la Historia, las historias y aun las historietas! A decir verdad ni siquiera nos explicaron nada.
Y así, del Pleistoceno aquí, tú y yo, amiga del alma, crecimos y hasta nos hicimos medio viejas, creyendo a pies juntillas que la vida es chula, como ahora reza  una publicidad que propugna un automeneo, antes de irse, brincando como una cabra hasta la oficina,  o que si apuntábamos al niño el lunes de cuatro a seis en el inglés, al cabo de veinte años se nos hacía un rubio en trajechaqueta, dirigiendo un bussines del copón. Y mientras, sonreíamos satisfechas, cándidas y jóvenes pese a todo, entregadas al dulce far niente de las miradas cómplices en épocas de perfume aterciopelado de butacas de teatro o de lona de hamaca. Mientras saboreábamos almendrillas garrapiñadas de tontunas trascendentes y creíamos -¡Dios si lo creíamos!- que con eso estaba ya todo hecho. Que eso era, esencialmente vivir. (Y, porque además, ¿tú te acuerdas? lo era).
Nos reíamos a menudo, jugando a ser Pomona, o las dulces domadoras de jirafas de un edén fragante a terral y sal. Cuando más que todo y más que nada flotábamos sin esfuerzo en un mar muerto de inocencia.
Así que allá, por la Era Glacial, o por el 1254 degustábamos sin prisa la plenitud larga, muy larga… llevándonos a la boca redondas porciones de mundo, como dulcísimas uvas de candor.
Hasta que una mañana, bajo un sol atroz, descubrimos hecho carne al viejo Atlas, que escupía salivazos de improperios mientras una vena le atravesaba la frente, loca por estallar de una maldita vez. 

Atlante. Roberto Manzano Hernández

Justo, tan cerca, en nuestro mismo barrio, tan amable, tan familiar… lleno de bares donde bordar minutos y hacer encaje de bolillos, así, por placer, con las nubes despatarradas tras el monte de los fenicios. Blasfemaba las imprecaciones de un carretero con ahogado furor, cuando ya veía que el mundo se le resbalaba por su lomo animal y cuando no podía, es verdad que no podía, tirar más de aquella carga. Resollaba como un buey a medio sacrificio y cuando echaba el bofe sin que aquello tuviera indicio de final se cagaba en la puta madre que parió al demonio. Y al eco de aquellas palabras, un halo de respeto se expandía por el aire, y nos estremecía, impregnándonos de Verdad.
¿Fue entonces cuando entendimos la falsedad de los mitos? ¿fue cuando asentimos con los ojos como platos en la mutua aceptación de lo real y lo irreal de cuanto nos habían contado? ¿y de lo que no nos habían contado también?
A veces sólo un poco borrachas (como la madre Eva, tan familiar) alcanzábamos a atisbar revelaciones incuestionables. Con sabor a moscatel intenso y un  gitano cantando que… ¿te acuerdas, tú también te acuerdas, verdad?


Yo me di cuenta, sobria, ya de forma irrevocable,- creo que te lo conté-, frente al frío de los mostradores de lácteos del súper de medio pelo. Cuando vi desfilar a todo el Panteón divino, en busca de los yogures esos que dicen que bajan  el colesterol.
¡Ay! Nosotras, que bebimos y vomitamos sueños y hartazgo, empachera y emoción en la mismísima taberna de Marlbrough, que se fue a la guerra, mire usté mire usté qué pena…
Y resultaba que la guerra también era verdad. Lo mismo que Atlas, que aguantaba con el pescuezo de un monstruoso costalero un calvario descomunal.
Y Níobe, la madre que sintió tan insoportable dolor que, deshecha en lágrimas, quedó inmóvil y terminó convertida en piedra, como había suplicado a Zeus. Creímos que no era, que no podía ser verdad. Y sin embargo Níobe, ahí, en esa otra calle tan bonita, que tú y yo bien conocemos…




Una tarde me quedé dormida y desperté con la indigestión de unas fauces intentando partirme por la mitad. Y entre las arcadas que la opresión provocaba en mi estómago y el sudor frío del malestar, dudando aún, mucho tiempo, de si permanecía en la orilla de Oniro, me sorprendí en el mismísimo imperio de Pentesilea. Yo misma, jadeante, bailé con ellas y me calenté en el fuego de su campamento. Y al tocarlas y sentirlas latir, constaté que eran tan reales como yo.  Y en el transcurso de un interminable amanecer en que me ahogaba aquel despiadado cinturón,  nos contamos lances de combates, cuando ignoraba que yo ¡yo! Tenía también escaramuzas que contar.

 

Y no eran las marimachos crueles, matahombres y salvajes. Aunque les habían crecido cojones a racimos, a fuerza de ovarios (¿a quién podría parecer una contradicción?). Y a semejanza de las mejillas de arenisca de la estatua de las ninfas dolientes, había surcos antiguos de lágrimas que habían dado lugar a un manantial de amargo infortunio. Cada una, en su trozo de campo, a solas había aullado de dolor. Como las lobas en su cubil, heridas, temibles y desgarradas.
Así que, pedí por piedad que me aflojasen aquel cinturón intolerable, que se me hincaba en las costillas y que me hacía astillarme las uñas en el vano empeño de arrancármelo. Porque quemaba… quemaba mucho y temía, toda yo, arder.
Y las amazonas, sencillas y expertas, me dejaron también a solas, sabiendo, como viejas sacerdotisas, que nadie puede parir criatura alguna más que a solas consigo misma.
Así que, como en un rito iniciático (siempre hay sangre), me introduje en la taumaturgia de convertirme en una de ellas. Preguntando cuándo y cómo había que empezar a comerse a hombres crudos, suscitando sonrisillas de matronas curtidas, porque los hombres ya se suelen devorar entre sí. Sin necesidad de apuntarles al cuello, a carrera abierta. No era cierto que las amazonas gozasen abriendo en canal a hoplitas poco diestros… cualquier mujer, hasta la más salvaje, amaga un gesto maternal ante la vulnerabilidad de un varón.
No eran, no somos, las tiparracas montaraces y bestiales que nos habían contado (tan mal, tan mal…).
A veces, hurgando en los más íntimos estratos del ser, se topa una con tiernos hallazgos que pertenecen a la adivinación, en la humilde arqueología de un libro de cuentos.

 

Yo presentí (¿ocurren epifanías a los diez años?) la belleza inerme de Hipólita, hermosa y dejada. Inconsciente, a merced de la brutalidad de Hércules, que acaso ya la había asesinado. Me quedaba absorta, os lo juro, en la lámina de uno de aquellos libros de tapas ocres, en los que aprendí casi todo lo que sé y que ahora traduzco como la malévola verdad disfrazada de un inofensivo cuento.


Incluso me pareció admirable el cinturón, con engarces de joyas de diverso color y significado. Lo cierto es que a día de hoy jamás, jamás lo deseé, como la caprichosa Admete. Pero lo siento, maldito, adherido a mí.
Así que, hermana, nos desesperamos antes, nos desesperamos hoy y nos desesperaremos mañana ante la imposibilidad de arrancárnoslo de nuestras entrañas y nuestros pensamientos. Y pasamos antes, pasamos ahora y pasaremos después noches enteras, intentando una y otra vez, con denuedo inútil desengarzar, siquiera el granate oscuro del temor.
Y a la postre, descansaremos en duermevela, por si aún antes de clarear el día suena el cuerno del combate.

 

Y allá que iremos, cabalgando sobre yeguas feroces o sobre mastines de fuego . Allá iremos. Pero no por ser valientes, no por dejar nuestros nombres en el escudo que loa a las heroínas, no por indomables, no por bravías, no por guerreras…
¿Qué otra cosa, dime, podemos hacer?
Prometimos, prometemos y prometeremos obediencia marcial para manejar el arco, la lanza o las mismísimas garras. Y nos tiraremos, como leonas nubias, a lo que sea. ¿Me oyes? ¡a lo que sea! Para narrar, luego, en torno al fuego castrense, las incidencias de la refriega. Contar, a las bisoñas y advenedizas cómo se pasa desapercibida, quieta y paciente, en la angosta trinchera espacial que ametralla incansable (pacópacópacópacópacópacó) para rastrear nuestros recónditos mapas, mientras ya sabemos contener la respiración, como los yoguis que no pierden el control, e imaginamos lebreles libres y felices corriendo a cámara lenta por la arena de una playa azul, donde las olas, esas que ¡tanto! y tanto amamos, explotan en silencio, como lacrimales encendidos.
Y si la batalla arrecia, invocaremos al mártir Sebastián, o rezaremos al santo Prometeo. Que cuando el dolor aprieta poco importa distinguir entre aureolas o cimeras.

Prometeo encadenado. Moreau.
San Sebastián . Mantegna.



















Y entonaremos un peán estremeciendo el aire al golpear los escudos con nuestras espadas, tras el banderín de Olalla, esa que ondea bordada  con los ojos vueltos al cielo. 

Il martirio di Sant ´Agata. Giovanni BattistaTiépolo.


Y rugir. Rugir con ira o con pavor.
(El rugido es fuerza)

Atlante. Pierre Puget



Pero que no quiero dogmas. No quiero lecciones. Prefiero el exabrupto, como Atlas, que se sigue cagando en la puta madre que parió al demonio. No quiero mitos. Falsedades. Cuentos. Pamplinas.
Que nos contaron muy mal todo esto… o a decir verdad, no nos contaron nada y además ya, ¿qué más da? Está visto que hay que improvisar. No nos enseñaron nada…
Y la única verdad, tú lo dijiste, porque siempre fuiste sabia, es que no.
 No contábamos con esto…
  

 Godward
















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